Una cosa es el dinero y otra los activos. Un activo es cualquier bien que se puede convertir en dinero, pero sólo es dinero cuando se convierte y no antes. Por eso cuando se habla de la fortuna que tienen los grandes millonarios del mundo, hay un error de cifras importante ya que no es posible saber qué dinero obtendría si, por ejemplo, Amancio Ortega vendiera de golpe todas sus acciones de Inditex.
Es el movimiento alcista o bajista del precio de los activos lo que últimamente más influye en las expansiones y recesiones económicas. Una sobrevaloración de activos, sean bursátiles o inmobiliarios, nos lleva a creer que somos más ricos y lo contrario a sentirnos más pobres, aunque el asunto no es sólo psicológico porque el valor de nuestros activos determina también cuánto crédito tenemos.
Si pedimos un crédito utilizando como aval un activo, el precio al que ese activo se puede convertir en dinero es vital. Si tenemos 1000 acciones de Santander y cotizan a 3 euros, dispondremos de 3 mil euros si las vendemos, pero si basándonos en esa propiedad nos conceden un préstamo de pongamos 2 mil euros y el precio de las acciones baja de 2 euros, tenemos un problema; y lo mismo ocurre con las hipotecas y el valor de mercado de las viviendas. La última gran crisis financiera -la de 2008 que, en mi opinión, aún colea- ocurrió porque demasiados creyeron que los activos que tenían podían ser convertidos en dinero a un valor que resultó ser irreal.
Es importante tener claros unos conceptos básicos. Toda empresa (sea una pyme o una multinacional) divide en dos partidas contables su patrimonio: El pasivo, o dinero que invertimos en la compañía, y el activo que es donde hemos invertido dicho dinero. Si el pasivo procede de fondos propios, la empresa podremos cerrarla, si queremos, cuando empecemos a perder dinero con ella. Esto ocurre en muy pocas ocasiones, la mayoría de las veces el capital nos ha sido prestado, bien por algún socio, bien por el banco. Es lo que se denomina fondos ajenos. Lo que debe hacer un empresario cuando obtiene beneficios es reducir deuda o al menos no gastarse todos los beneficios en reinversiones aumentando los activos, pero lo cierto es que puede hacer ambas cosas, e incluso una tercera: repartir el beneficio entre los socios vía dividendo. Eso, repito, vale para un autónomo y para la mayor empresa del mundo.
El problema es cuando la empresa da pérdidas. Si eso pasa el activo se reduce y hay que recurrir al pasivo. Puesto que los fondos ajenos –generalmente deudas- no suelen poderse renegociar (aunque ocurra en ocasiones), toca ampliar, o bien con más fondos propios o bien con más fondos ajenos (ampliando capital si cotiza en bolsa, emitiendo deuda propia si es una gran empresa, encontrando nuevos socios particulares o recurriendo al banco a por más créditos) aumentando con ello el riesgo. Si no puede aumentar los fondos ajenos pues no encuentra socios ni bancos que le concedan créditos, sólo le quedarán sus propios fondos. Si estos desaparecen, la única forma de mantener vivo el negocio es dejando de pagar algunas deudas (suministradores y empleados suelen ser los primeros en la lista, incluso antes de que se acaben dichos fondos propios).
Si la situación no mejora, la empresa se declara en quiebra (lo que hoy se conoce como ley concursal o en los EUA acogerse al “chapter 11″) que básicamente es un proceso en el que hay un concurso de acreedores, que no es más que un procedimiento para ordenar y redistribuir el pago de los fondos ajenos que se adeudan. Repito, esto vale para una pequeña empresa de Cuenca o para Evergrande en China. Lo que ocurre es que cuanto más grande es una empresa, más apreciada es por el gobierno de turno y, por tanto, consigue refinanciaciones, créditos y prórrogas que una pyme no consigue. Famoso es el discurso de algún político español que tan pronto criticaba que con dinero público se salvaran los ahorros de los clientes de las entidades de responsabilidad pública denominadas cajas de ahorro, como defendía usar dinero público para salvar una empresa privada en quiebra “por evitar los despidos”.
El caso es que desgraciadamente es muy fácil que haya una quiebra en cuanto hay una crisis que afecta al sector al que pertenece la empresa -por ejemplo un fabricante textil que no puede competir con las importaciones chinas-; las de mayor tamaño son las que mejor pueden sobrevivir diversificando, aunque las pequeñas también tienen más facilidad para cambiar de sector. Si, como pasó en 2008, la crisis es global y además viene acompañada de una falta de crédito bancario, la situación es insalvable para muchas. Por eso, y gracias a la experiencia de la anterior crisis, cuando llegaron los confinamientos de 2020 los estados tomaron decisiones políticas para que el crédito no se secara (en España con avales del ICO por ejemplo). Sin entrar en la polémica de si merece o no la pena el riesgo –algo que con seguridad sólo sabremos a posteriori- que con estas políticas toman los gobiernos con el dinero de todos, es importante que exista en las empresas una fuerte vigilancia para no exceder cierto nivel de endeudamiento y, sobre todo, unas normas contables que tengan en cuenta las peores posibilidades, lo que se llama prudencia contable.
La base de la prudencia contable es evaluar siempre
los activos que dispone una persona o una empresa, a precio de mercado actual.
No vale considerar el precio al que uno compró sus
acciones de Grifols hace unos años, por poner un ejemplo de mala inversiín, sino cómo puede venderlas hoy. El precio al que se puede
convertir el activo en pasivo hoy es el único real. Y esto es algo que deberían
meterse en la cabeza todos los inversores de bolsa ya que muchos compran
acciones y si baja su precio, no consideran que pierden dinero porque aún no
las han vendido y no es así, es una trampa mental ya que al precio actual la
pérdida patrimonial existe.