Monogamia y sinceridad

Tan sólo el 3% de los mamíferos practican la monogamia y quizás ese porcentaje es menor ya que los biólogos incluyen en él a la raza humana, algo discutible. La monogamia humana es un planteamiento teórico, en la práctica las parejas son poco monógamas y, lo que es más importante, la inmensa mayoría que lo son es por falta de oportunidades. ¿O es que alguien puede negar que hay mucha más poligamia en profesiones donde es más fácil que suceda -como en la de azafata o en la de camionero- que en otras en las que no como dependiente en una tienda o funcionario de horario regular?

Por supuesto me refiero a la monogamia sexual, que no es la única. Existe la monogamia social que se refiere a dos personas que comparten hábitat, mantienen relaciones sexuales y participan en la adquisición de los recursos básicos −casa, comida, ropa, dinero- y también la monogamia genética, que se refiere al hecho de que los miembros de una pareja sólo tienen descendientes con cada cual. La monogamia sexual más habitual es que para algunas personas la vida transcurre en lo que se llama monogamia sucesiva: una sucesión de parejas estables, en las que se mantiene la fidelidad mientras dura la relación. Pero es evidente que choca contra nuestro deseo, que desde luego no es monógamo. A la inmensa mayoría de las personas nos gustan más de una persona a la hora de pensar en el sexo. El ser monógamo es pues un sacrificio que hacemos porque queremos o porque no tenemos otra opción pero desde luego no es lo que naturalmente nace de nosotros.

Existen muchas teorías que intentan explicar al fenómeno de la monogamia. Algunas ponen mayor énfasis en los aspectos genéticos, es decir, en la supuesta necesidad que tiene el ser humano de transmitir y perpetuar sus genes. Para la mujer es muy sencillo identificar a los hijos que pare, pero el hombre solo puede hacerlo si permanece con la pareja y esta tiene dedicación sexual exclusiva a él. Esta teoría choca con algunas estadísticas que hablan de muchos padres que creen ser lo que no son y que van desde 1 de cada 10 a 3 de cada diez, dependiendo las fuentes. Otras teorías atribuyen la monogamia al dilatado tiempo que el ser humano necesita para valerse por sí mismo y la necesidad de que, durante ese periodo, sus padres permanezcan juntos y cuiden de él pero tampoco tiene mucha base antropológica ya que los hombres primitivos vivían en comunidad y no en parejas. Otras teorías subrayan los aspectos sociales que contribuyen al fomento de la monogamia y que obedecen sobre todo a cuestiones de tradición y de religión.

Lo que es evidente es que si la poligamia es lo natural (lo que el cuerpo pide), pretender ser monógamo debería ser una decisión consensuada entre las dos personas afectadas pero lo lógico es que eso fuera la excepción y no la regla social habitual. Es muy triste ver el negocio que mueve la prostitución y cualquiera que navegue un poco por internet se topa con páginas de contactos de todo tipo: no sólo personas buscando a otras, también personas buscando tríos e incluso multitud de parejas buscando intercambios sexuales con otras. No es que el mundo haya “degenerado”, es que gracias la red ahora es mucho más fácil y las cortapisas sociales son fáciles de esquivar gracias al anonimato. Repito lo de antes: a más facilidad, menos monogamia. Y la razón es que la monogamia es una excepción dentro de la biología como comenté al iniciar este artículo.

Así pues, no más mentiras ni traiciones, yo voto porque seamos sinceros y si tenemos pareja y ella es nuestra amiga le digamos lo que sentimos que perfectamente puede ser “me apetece pero no lo hago por ti” pero no caigamos en el “sólo me gustas tú” que todos sabemos no es cierto.

El valor de las pequeñas cosas

 Se hace necesario para gozar de cierto grado de felicidad el ser capaces de abstraernos de todas las desdichas que hay en el mundo.

El otro día visioné una gran película de Costa-Gavras (“Amén”) en la que denunciaba la falta de compromiso de la iglesia católica –y de las protestantes- durante el Holocausto judío. Cuando Hitler intentó oficializar una ley de eutanasia la movilización social y la protesta de las iglesias lo impidieron pero nada hicieron contra el gaseamiento de los judíos. Esto no nos debe sorprender, como institución humana la Iglesia a lo largo de la Historia tiene tantos episodios de complicidad con el “Mal” (como el silencio ante la “desaparición” de ciudadanos durante la dictadura argentina para no irnos al Medievo) y ha mostrado desde sus inicios tanta soberbia (partiendo de su pretensión de interpretar lo que Dios quiere y no quiere que hagamos) y tanto instinto de supervivencia (ya he comentado en este blog como gran parte de los primeros mártires cristianos lo fueron porque se negaban a guerrear en las legiones por ser pacifistas y en pocos cientos de años, en cuanto fueron la religión oficial del Imperio Romano, empezaron a animar a los cristianos a ser buenos soldados) que no es extraño no se mostraran demasiado belicosos con Hitler hasta comprender que no iba a ser el dueño del mundo.

Pero salvando el tema eclesiástico, es difícil creer que cientos de miles, millones de buenas personas hayan estado tantas y tantas veces de acuerdo con actitudes brutales que pasan en el mundo, sólo es explicable por nuestro propio instinto de ser felices, ¿Cómo si no se explica que gocemos de un edredón sabiendo que estamos a cero grados y en el banco de la esquina haya una pareja durmiendo? ¿Cómo podemos entretenernos con un partido de fútbol cuando en lo que dura, tanto sufrimiento y tanta injusticia se han cometido en el mundo? No hace mucho leí que es un error echarse las culpas por lo malo que pasa en el planeta, que si pensáramos así es como si creyéramos que matamos a alguien por comprar comida para el perro en lugar de destinar ese dinero a un moribundo congoleño.

Y entiendo que es cierto pero realmente, ¿Alguien se siente culpable de algo? Creo que no, y estoy de acuerdo que para nuestra salud psicológica eso es lo mejor, pensar en positivo y disfrutar de los pequeños detalles…Claro, que si no debemos sentirnos culpables por lo malo que hay en el mundo y lo que sufren otros miembros de nuestra misma raza (debido principalmente a nuestra característica más común: el egoísmo), lo coherente sería que tampoco nos sintiéramos orgullosos de nuestros éxitos como humanos cuando lo cierto es que aprovechamos cualquier excusa para hacerlo, desde un récord olímpico hasta el enviar un artefacto a Marte…

Pero el caso es que hemos aprendido a vivir con eso y cada día me convenzo más de la importancia de las pequeñas cosas como principal aporte a nuestra salud mental. La felicidad es algo etéreo, se compone de pequeños momentos que al hacer balance nos asombran: los mejores instantes son la lectura de un libro, una melodía, una película o una serie de TV, un recuerdo del contacto con alguien (que probablemente la memoria ha manipulado para que sea más grato de lo que fue), una brisa fresca cuando tenemos calor, una manta cuando tenemos frío, mear cuando llevamos un buen rato queriéndolo hacer…

Sí, es cierto que la familia, el trabajo, los amigos, el dinero… son la base de nuestro vagar por el mundo y su falta nos lleva a la tristeza en la mayoría de los casos pero nuestra memoria sensorial, que es la que más influye en nuestro estado de ánimo, recuerda más un paisaje de las últimas vacaciones que nos caló hondo que el que las pudiéramos disfrutar con el dinero obtenido trabajando durante meses.

Hoy es tan buen momento como cualquier otro para valorar –por desgracia no sólo por su intensidad, sobre todo por su escasez- esos pequeños momentos, esas sensaciones que llenan nuestra minúscula y muy limitada existencia en este vasto universo que tan importante –y vital- nos es.

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