El valor de las pequeñas cosas

 Se hace necesario para gozar de cierto grado de felicidad el ser capaces de abstraernos de todas las desdichas que hay en el mundo.

El otro día visioné una gran película de Costa-Gavras (“Amén”) en la que denunciaba la falta de compromiso de la iglesia católica –y de las protestantes- durante el Holocausto judío. Cuando Hitler intentó oficializar una ley de eutanasia la movilización social y la protesta de las iglesias lo impidieron pero nada hicieron contra el gaseamiento de los judíos. Esto no nos debe sorprender, como institución humana la Iglesia a lo largo de la Historia tiene tantos episodios de complicidad con el “Mal” (como el silencio ante la “desaparición” de ciudadanos durante la dictadura argentina para no irnos al Medievo) y ha mostrado desde sus inicios tanta soberbia (partiendo de su pretensión de interpretar lo que Dios quiere y no quiere que hagamos) y tanto instinto de supervivencia (ya he comentado en este blog como gran parte de los primeros mártires cristianos lo fueron porque se negaban a guerrear en las legiones por ser pacifistas y en pocos cientos de años, en cuanto fueron la religión oficial del Imperio Romano, empezaron a animar a los cristianos a ser buenos soldados) que no es extraño no se mostraran demasiado belicosos con Hitler hasta comprender que no iba a ser el dueño del mundo.

Pero salvando el tema eclesiástico, es difícil creer que cientos de miles, millones de buenas personas hayan estado tantas y tantas veces de acuerdo con actitudes brutales que pasan en el mundo, sólo es explicable por nuestro propio instinto de ser felices, ¿Cómo si no se explica que gocemos de un edredón sabiendo que estamos a cero grados y en el banco de la esquina haya una pareja durmiendo? ¿Cómo podemos entretenernos con un partido de fútbol cuando en lo que dura, tanto sufrimiento y tanta injusticia se han cometido en el mundo? No hace mucho leí que es un error echarse las culpas por lo malo que pasa en el planeta, que si pensáramos así es como si creyéramos que matamos a alguien por comprar comida para el perro en lugar de destinar ese dinero a un moribundo congoleño.

Y entiendo que es cierto pero realmente, ¿Alguien se siente culpable de algo? Creo que no, y estoy de acuerdo que para nuestra salud psicológica eso es lo mejor, pensar en positivo y disfrutar de los pequeños detalles…Claro, que si no debemos sentirnos culpables por lo malo que hay en el mundo y lo que sufren otros miembros de nuestra misma raza (debido principalmente a nuestra característica más común: el egoísmo), lo coherente sería que tampoco nos sintiéramos orgullosos de nuestros éxitos como humanos cuando lo cierto es que aprovechamos cualquier excusa para hacerlo, desde un récord olímpico hasta el enviar un artefacto a Marte…

Pero el caso es que hemos aprendido a vivir con eso y cada día me convenzo más de la importancia de las pequeñas cosas como principal aporte a nuestra salud mental. La felicidad es algo etéreo, se compone de pequeños momentos que al hacer balance nos asombran: los mejores instantes son la lectura de un libro, una melodía, una película o una serie de TV, un recuerdo del contacto con alguien (que probablemente la memoria ha manipulado para que sea más grato de lo que fue), una brisa fresca cuando tenemos calor, una manta cuando tenemos frío, mear cuando llevamos un buen rato queriéndolo hacer…

Sí, es cierto que la familia, el trabajo, los amigos, el dinero… son la base de nuestro vagar por el mundo y su falta nos lleva a la tristeza en la mayoría de los casos pero nuestra memoria sensorial, que es la que más influye en nuestro estado de ánimo, recuerda más un paisaje de las últimas vacaciones que nos caló hondo que el que las pudiéramos disfrutar con el dinero obtenido trabajando durante meses.

Hoy es tan buen momento como cualquier otro para valorar –por desgracia no sólo por su intensidad, sobre todo por su escasez- esos pequeños momentos, esas sensaciones que llenan nuestra minúscula y muy limitada existencia en este vasto universo que tan importante –y vital- nos es.

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