Tecnología y desigualdad

Uno de los objetos que diferenciaba una familia “pudiente” de otra que no lo era cuando era yo un niño, consistía en tener o no una enciclopedia. Eran tan caras que había vendedores que iban por las casas ofreciendo un ejemplar por un módico precio y unos papeles de subscripción para adquirir el resto mediante letras. Otra opción estaba en los quioscos: se adquiría un fascículo cada semana –así parecía un gasto menor- y cuando el número de ellos alcanzaba el de un tomo, se compraban las tapas y se llevaban a encuadernar, era un trabajo que podía durar años. Eran muy importantes en la educación de los niños puesto que, como fue mi caso, los padres que habían sido obreros toda su vida, difícilmente podían contestar a las preguntas que nos surgían cuando hacíamos los deberes y que a veces no tenían respuesta en los libros de texto. Yo no tenía enciclopedia y en muchas ocasiones recurría a la biblioteca pública pero no era como ahora que hay muchas, es fácil encontrarlo todo (y, en lo que yo considero un exceso, hasta se pueden leer tebeos, revistas, tomar prestados CDs de música para pasarlos al ordenador en casa y hasta películas en DVD por si no hay nada interesante en los tropecientos canales de TV) y los horarios son amplios.

Sin embargo el otro día, estando yo en un Punto Verde al que voy a menudo porque también es un punto de intercambio de libros, me encontré con una mujer que traía un carro de la compra lleno de todos los tomos de una enciclopedia Larousse, algo que seguramente era el orgullo de su salón hace 30 años pero que hoy considera un estorbo por lo mucho que ocupa y que pretendía dejar en el carrito de los libros en el que evidentemente no había sitio suficiente. La joven empleada del Punto Verde le dijo sin ningún remordimiento: “No, no lo ponga ahí, tírelo directamente al cubo del papel”. Me impresionó, qué no hubiera dado yo en mis tiempos de estudiante por tener a mano todos esos saberes pero comprendí su actitud porque nadie, ni siquiera yo, iba a llevarse a casa todos esos volúmenes. Y es que ahora tenemos Google. Y no sólo Google, tenemos unos aparatejos desde los que cualquiera puede acceder a casi todo llamados móviles y que casi todos los estudiantes tienen desde una edad bastante temprana.

Un móvil es un arma diabólica en manos de un adolescente pero también es el mejor instrumento para reducir la desigualdad entre un estudiante de familia humilde y otra de familia rica. Esto era impensable hace unas décadas pero hoy el acceso a la cultura es tan accesible que prácticamente sólo hacen falta ganas. Incluso en países menos desarrollados tanto el móvil como la conexión a internet son cada vez más comunes y demuestran que la ciencia y la tecnología, una vez más, hacen más por el desarrollo humano que cualquier político planificador. La mejor prueba la tenemos en España: ni una sola de las enésimas reformas educativas han hecho más por reducir la desigualdad en el acceso a la cultura para todos los estudiantes que el acceso a internet generalizado.

El nuevo ludismo que algunos defienden porque consideran que las máquinas acabarán con los puestos de trabajo nunca tienen en cuenta que la tecnología es la mejor herramienta para reducir la desigualdad cultural y que esa cultura será la que pueda hacer adaptables a los empleos del mañana a los niños de hoy. Los espectaculares avances médicos –sobre todo del último siglo- de poco hubieran servido para el conjunto de la población sin una implicación de las autoridades creando hospitales, ambulatorios, campañas de vacunación etc. así como la educación básica obligatoria fue necesaria para la alfabetización generalizada pero ahora nos encontramos con un fenómeno en el que las autoridades poco tienen que ver salvo para intentar boicotearlo –como pasa en China- con la censura. El otro día me sorprendió un dato de Liberia: alrededor del 73% de la población posee teléfono celular pero solo el 9,1% dispone de energía eléctrica. Lo que depende de la planificación estatal no llega a tanta gente como lo que depende de la individual… En realidad, no sé por qué me sorprendí.

1 comentario:

  1. Mi madre conserva una en el mueble del comedor, con sus tapas mullidas y letras doradas; a veces la miro como si fuera un hueso de dinosaurio ;)

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