San Miguel, la cerveza española de origen filipino

  (esta historia no está incluida en mi último libro La prehistoria, y algo de la historia, de 66 empresas: Nacionales y extranjeras, todas famosas, que te animo a adquirir)

Andrés Soriano y Roxas de Ayala nace en Manila el mismo año que España pierde Filipinas, 1898, hijo de un ingeniero de caminos español y de una filipina que pertenecía a una de las familias más ricas de allí con origen germano-español. El joven Soriano se cría en la Filipinas colonia de Estados Unidos, donde estudia en el Ateneo y también en Reino Unido, si bien completa su formación en la escuela de comercio de Madrid. Con tan sólo 21 años entra a trabajar como contable en la cervecería San Miguel y empieza a realizar grandes cambios en la empresa relacionados con los derechos sociales de los trabajadores como establecer un plan de pensiones y garantizar los ingresos en periodos de baja médica. En 1919 ya era director en funciones. Pero viajemos un poco más atrás en el tiempo.

En 1890 -curiosamente el mismo año en el que se funda en Madrid Mahou- un grupo de empresarios españoles liderado por Enrique María Barretto de Ycaza deciden abrir una cervecera en el sudeste asiático, donde esta bebida todavía era prácticamente desconocida (aunque desde 1885 unos monjes agustinos recoletos ya la fabricaban -con finalidad medicinal- en la isla de Cebú). Establecen su fábrica en el barrio de San Miguel en Manila -ciudad española entonces- y, en un golpe de márquetin, la inauguran el 29 de septiembre, el día del Arcángel Miguel. De ahí su nombre. Tienen éxito y pronto expanden sus productos por toda Asia y, tras pasar a ser colonia estadounidense, también a los territorios de ultramar de aquel país. Poco a poco Pedro Pablo Roxas, uno de los fundadores, va comprando más y más participaciones, incluyendo las acciones de Barretto, por lo que se convierte en el principal accionista. Y es el abuelo de Andrés.

Andrés es el artífice de la expansión global, y no sólo asiática, de San Miguel; además, va más allá de la cerveza, puesto que, tras el gran acierto de conseguir los derechos exclusivos para embotellar Coica Cola en Filipinas, también vende refrescos propios en Estados Unidos. Crea un holding multinacional que abarca productos variados como hielo, alimentos congelados, lácteos…incluso llegó a comprar minas de oro. Lo cierto es que tanto él como el resto de su familia eran los empresarios más famosos de Filipinas y sus intereses abarcaban todo tipo de actividades.  Él, muy implicado con España (fomentaba el aprendizaje del español entre sus trabajadores) apoya fervientemente al bando franquista en la Guerra Civil -al que envía muchos fondos- y es uno de los líderes de la Falange Filipina, lo que le proporcionará muy buenas relaciones en el futuro con F. Franco. En 1941 parece tocar el cénit cumpliendo con su sueño de adquirir una compañía aérea que renombra como Líneas Aéreas Filipinas. Sin embargo, el 8 de diciembre de ese año, Japón invade Filipinas.

Una digresión: es habitual cuando se recuerda a los españoles que participaron en la Segunda Guerra Mundial que se cite a la División Azul, que lucharon junto a Hitler contra los soviéticos, y a los exiliados republicanos que lo hicieron por el bando aliado, especialmente a la “Compañía 9” que entró en París; puede que incluso alguien que conozca la historia, se acuerde del espía Pujol, clave en la campaña de desinformación al bando nazi, y que hizo su trabajo de agente doble con tanto acierto y discreción, que hasta décadas después que se hizo pública su aportación, los nazis creyeron que estaba de su lado; pero pocos citan a la enorme comunidad española de Filipinas y su lucha contra el invasor japonés.

Andrés se convirtió en capitán del ejército estadounidense y pronto le ascendieron a teniente coronel, llegando a ser uno de los hombres de confianza del general MacArthur. Esto le reportó aún más poder político al acabar la guerra mundial. Muere en 1963 no sin antes renombrar su empresa como San Miguel Corporation (que cotiza en bolsa hace décadas, si bien el último año ha dado muchas pérdidas a sus inversores). Pero antes su empresa desembarca en España con la colaboración con La Segarra SA, una sociedad con sede en Lleida que tenía la intención de establecer una fábrica cervecera. La iniciativa de crear La Segarra estuvo liderada por Enrique Suárez y Antonio Zuloaga, dos empresarios españoles que en 1953 viajaron a Filipinas para conocer cómo se elaboraba la cerveza San Miguel. Ese año se firma un acuerdo por el que San Miguel Corporation cede a La Segarra los derechos de explotación de la marca para Europa y África. Al año siguiente trasladan la levadura asiática por barco con destino Cataluña aunque no es hasta 1957 que termina la construcción de la fábrica en la provincia de Lleida y La Segarra SA pasará a denominarse San Miguel España.

Desde entonces las “dos San Miguel” siguen caminos independientes. A este lado del globo, San Miguel se convierte en una de las principales cerveceras de España. En 1966 Cervezas San Miguel abrió una segunda fábrica en Málaga, donde permanece su sede social desde el 9 de octubre de 2017 (huyendo de las turbulencias provocadas por el intento secesionista catalán). En la década de 1970 empieza su expansión internacional como multinacional española. En 1994 la francesa Danone, que ya era accionista de Mahou, empieza a adquirir participaciones en la empresa y en 1997 ya posee el 82% de la cervecera. Cuando en el 2000 Danone decide deshacerse de todas sus participaciones en empresas cerveceras fusiona San Miguel y Mahou creando la primera compañía del sector en España. El proceso culmina en 2005 con la creación del Grupo Mahou-San Miguel (las familias Mahou Herráiz y Gervás Sanz son los principales accionistas), al que posteriormente unirían por absorción- la cervecera granadina Cervezas Alhambra. San Miguel consigue en 2001 la primera cerveza 0,0 alcohol de España (hasta entonces las denominadas sin alcohol tenían algún porcentaje).

En resumen, españoles que emigran a Asia y fundan una gran corporación y una de sus consecuencias es una cervecera española que empezó siendo catalana, ahora es andaluza y los actuales dueños, lo veremos si algún día contamos los comienzos de Mahou, son descendientes de un francés.


Aún una idea puede mover el mundo

No es fácil, desde luego, pero siempre que escucho que está todo inventado o que para inventar algo nuevo se necesita un grado de especialización enorme, me doy cuenta de cómo nos gusta usar excusas para justificar nuestra vagancia y/o nuestra falta de talento. Y es que las ideas, cuando son buenas, pueden mover el mundo y no hace falta ni una gran preparación ni un nivel tecnológico extremo, sólo imaginación aplicada a problemas de la vida diaria.

El mayor ejemplo siempre lo he encontrado en la maleta con ruedas. Parece un invento obvio, incluso poco original puesto que los carros de la compra –un objeto parecido- es muchas décadas más antiguo, pero resulta que no se hizo realidad hasta 1970 cuando un tal Bernard Sadow solicitó la patente (aceptada en 1972) y vendió a unos grandes almacenes el primer prototipo de maleta con ruedas. Increíblemente, fuimos capaces de llegar antes a la Luna –con todas las dificultades técnicas y logísticas que supuso, incluida la retrasmisión por TV- que tener la ocurrencia de usar un antiquísimo invento como la rueda y unirlo a nuestro pesado equipaje para hacer más fácil su traslado. Y eso que era un tema que preocupaba porque de hecho unos años antes de la maleta rodante, se vendían carros plegables que los turistas con varias maletas podían comprar para ponerlas en ellos.

Se supone que antes o después a alguien se le habría ocurrido pero lo insólito es que nadie lo hizo hasta entonces y no sabemos cuánto ha impulsado el turismo –especialmente el que implica una larga estancia o un extenso trayecto- y los viajes en general. Hace poco también descubrí otro invento, aparentemente obvio, que también cambió el mundo. Se lo debemos a un tal Malcolm Purcell McLean, que fue el típico norteamericano emprendedor (con 24 años fundó con su hermana la McLean Trucking Co, empresa de transportes por carretera) que se encontró con un problema cuando quiso trasladar alguno de sus camiones en barco ya que ocupaban mucho espacio. No se le ocurrió otra cosa que cargar únicamente la caja de los camiones, inventando con ello el container. Con él, el espacio se aprovechaba al máximo y comprendió que era un mejor negocio que los camiones.

McLean compró dos viejos cargueros de guerra y los remodeló para que pudieran llevar un buen número de contendores bajo la cubierta. En 1956, ante unos cuantos invitados y con cierto boato, el primero de aquellos barcos hizo su viaje, desde New Jersey hasta Texas, con 58 contenedores en su bodega. Todos iguales y colocados sin perder espacio. La eficiencia era tal que subir y bajar todo el cargamento al barco se había reducido a mover unas cajas enormes ahorrando mucho tiempo y miles de dólares. El negocio fue a más y más, multiplicando las rutas y ganando mercado. En 1967 comenzó a trabajar para el Gobierno llevando contenedores a Vietnam, lo que disparó los beneficios. Los envíos a Vietnam eran un martirio para el Gobierno estadounidense y la solución de McLean les aliviaba de muchos problemas. Los barcos -y los contenedores- de la empresa iban cargados hasta Vietnam, y no tenía sentido que volvieran a casa vacíos. Así, una de las economías más potentes del momento, Japón, estaba en el sitio perfecto para aprovechar esas rutas y exportar más fácilmente. El comercio transpacífico creció como la espuma.

Es obvio que este invento –que no deja de ser una ampliación del juego infantil de apilar cajas- hoy común, ha tenido una influencia enorme en el comercio global. Yo soy un estudioso infatigable, en mi condición de historiador, de la II Guerra Mundial, y he visionado horas y horas de documentales sobre ella. La labor logística de una confrontación mundial en varios frentes hace tantos años fue enorme, y el transporte marítimo crucial. En todas las filmaciones de desembarco de provisiones y material se ven escenas lentas de desembarco de cajas de madera, a veces todas apiladas dentro de una red, pero a nadie se le ocurrió inventar el contenedor. Ni siquiera en uno de los periodos de la historia moderna en los que más se disparó la creatividad, no sólo con fines bélicos, y del que surgieron muchos inventos de uso cotidiano –y civil- posterior. Ahora lo vemos como algo obvio pero ni en un momento de gran necesidad como aquel supieron verlo.

Estos dos ejemplos son lecciones de cómo el ingenio puede resolver problemas y cómo la resolución de problemas puede aumentar la productividad. Y de cómo esto puede ocurrir en cualquier momento gracias a una idea. En los últimos años también ha habido grandes inventos, casi todos gracias a internet, aunque su impacto sobre la productividad es tan bajo que ha provocado una discusión entre los economistas ya que hay quien defiende que hay que cambiar las métricas porque la mejora parece que existe pero no se sabe medir. Es un tema complejo, por ejemplo el que yo encuentre a un antiguo compañero de instituto en Facebook no sé si resuelve algún problema pero desde luego no aporta nada a la productividad, sin embargo si encuentro datos más rápido gracias a Google sí que lo hago aunque ¿cómo se cuantifica eso? Seguro que a alguien se le ocurre una idea para hacerlo…


Rolex: el empeño de un visionario

 (esta historia no está incluida en mi último libro La prehistoria, y algo de la historia, de 66 empresas: Nacionales y extranjeras, todas famosas, que te animo a adquirir)

Hans Wilsdorf nació en la localidad bávara de Kulmbach, Alemania, en 1881, en una familia de religión protestante. Pronto cambiarían sus circunstancias tanto para él como para sus dos hermanos (él era el de en medio). Hans lo explicó con sus propias palabras: “A la temprana muerte de mi madre le siguió la de mi padre. Y a los 12 años me quedé huérfano”. Sus tíos, reconociendo la importancia de la educación, decidieron liquidar el negocio familiar para financiar el internado de los niños. Hans Wilsdorf reflexionó más tarde sobre esta decisión y señaló: “Mirando hacia atrás, creo que a esto se debe gran parte de mi éxito”. Todo esto lo sabemos porque en 1946 publicó una autobiografía de cuatro volúmenes titulada: “Rolex Jubilee Vade Mecum”, donde también dejó claro que sus tíos, más allá de pagar una buena educación a los tres hermanos, nunca ejercieron como padres con ellos. Como estudiante destacó su talento tanto para las matemáticas como para los idiomas pero no tardó en incorporarse al mundo laboral.

Con 19 años entró en la industria relojera trabajando, desde Suiza, como corresponsal con Inglaterra para Cuno Korten, una empresa suiza que exportaba relojes de bolsillo. Era una época en la que los relojes de pulsera para hombres eran prácticamente inexistentes. Él, que estaba convencido que eran el futuro, lo explicó en su libro: “Antes de la Primera Guerra Mundial los relojes de pulsera para hombres no existían … Se pensaba que la idea de llevar un reloj en la muñeca era contraria a la concepción de la masculinidad”. No duró mucho en ese primer destino pero “Mi trabajo allí me brindó una excelente oportunidad para estudiar de cerca la industria relojera y examinar todos los tipos de relojes que se producían tanto en Suiza como en el extranjero” y con tan sólo 24 años decide arriesgarse y funda, en Londres, su propia empresa con un capital modesto y un socio llamado Alfred James Davis, esposo de su hermana. Su nombre: Wilsdorf & Davis. En un principio, la firma importaba relojes suizos y los vendía a minoristas, básicamente lo mismo que había hecho en Cuno Korten.

Pero Hans estaba convencido de que el futuro estaba en el reloj de pulsera masculino, y a los tres años decide cambiar el nombre comercial de la empresa para crear una marca propia que los fabrique. Hay muchas teorías de por qué eligió Rolex pero lo cierto es que el propio Hans Wilsdorf lo achacó a un “genio bueno que se lo susurró al oído” tras pasar mucho tiempo dando vueltas a muchas opciones para conseguir lo que pretendía: un nombre corto, fácil de pronunciar y memorizar en cualquier idioma, y estéticamente agradable en la esfera de un reloj. Lo inscribe el 2 de julio de 1908. Una vez que se creó Rolex, Wilsdorf se embarcó en una intensa campaña publicitaria, invirtiendo mucho en la promoción de la marca entre el público. Esto diferenció a Rolex de sus competidores, que tradicionalmente dependían de los minoristas para comercializar sus productos.

Pronto se dio cuenta de que sería beneficioso que fuera resistente al agua, ya que esto mejoraría la durabilidad y la facilidad de uso, pero también evitaría que algo penetrara en la caja y afectara el rendimiento de la función principal del reloj. Y que fuera automático garantizaría que la caja sellada no necesitara ser desprecintada con regularidad, lo que preservaría aún más el rendimiento y la confiabilidad. Parece simple, pero en ese momento fue revolucionario basar el producto en tres pilares: precisión, impermeabilidad y mecanismos automáticos. No fue fácil llevarlo a cabo, y tardó años en conseguir sus objetivos. Ya en julio de 1914, un reloj de pulsera Rolex recibió el certificado de precisión de clase A “Kew” del Laboratorio Nacional de Física, y él supo explotar ese hecho para publicitar la marca como sinónimo de precisión. La hermeticidad no la obtuvo hasta que adquirió, poco después de hacerse pública, la patente de la caja Oyster de 1926, asegurando así que Rolex sería el único beneficiario de esta tecnología revolucionaria durante algún tiempo. El último pilar, el mecanismo automático “perpetuo”, se materializó en 1931. Esta innovación, con la que Wilsdorf había soñado durante mucho tiempo, puso fin a la necesidad de dar cuerda manualmente.

En 1915 el gobierno británico aumentó en un 33 % las tasas aduaneras debido a la guerra, hechos que influyeron en el traslado definitivo de Rolex a Suiza, finalizado en 1919. Alí coincide con su principal socio. Desde 1905 Wilsdorf trabajaba con la fábrica de relojes suiza Aegler (fundada en 1878) y sin sus creaciones es imposible entender la evolución de Rolex. Aegler suministraba su tecnología a varias marcas pero siempre tuvo una relación especial con Rolex, llegando a intercambiar acciones de ambas compañías tras el fin de la I Guerra Mundial si bien no fue hasta 2004 que Rolex se quedó con el 100% de Aegler, no sin antes haber disfrutado de sus innovaciones tecnológicas durante décadas.

Durante su gestión al frente de Rolex, Wilsdorf demostró un talento extraordinario para el márquetin y la promoción. Siempre intentó asociar la marca con las personas más destacadas del mundo y sus logros revolucionarios. Uno de los ejemplos más notables de esto fue su trabajo con Mercedes Gleitze, la primera mujer en cruzar a nado el Canal de la Mancha. En 1927, Gleitze intentó cruzar el canal a nado con un reloj Rolex Oyster colgado del cuello. Aunque no logró completar la travesía, el reloj sobrevivió en perfectas condiciones después de más de 10 horas de exposición al agua. La perspicacia de Wilsdorf en el márquetin también se extendió a las celebridades que promocionaban su marca, como Sir Winston Churchill y Dwight D. Eisenhower, que lucían con orgullo relojes Rolex. La publicidad de la marca declaraba con audacia: “Los hombres que guían los destinos del mundo llevan relojes Rolex”, lo que reforzaba su estatus como símbolo de excelencia y prestigio. Otro ejemplo de su olfato para la publicidad: al inicio de la Segunda Guerra Mundial, los pilotos de la Royal Air Force llevaban relojes Rolex. No obstante, cuando algunos fueron capturados se los confiscaron. Cuando Wilsdorf se enteró, se ofreció a reemplazar todos los relojes sin pago, siempre y cuando los oficiales escribieran a Rolex explicando las circunstancias de su pérdida y especificando el lugar en el que se encontraban retenidos.

Hans Wilsdorf falleció en Ginebra, Suiza, el 6 de julio de 1960. La Hans Wilsdorf Foundation, fundada en 1945, es todavía propietaria de Rolex, que nunca cotizó en bolsa.


Lecciones de productividad: Cuba y Mao

 

Cuando Malthus hace más de dos siglos escribió su más famoso ensayo en el que alertaba sobre el crecimiento poblacional, consideraba que en el futuro no habría suficientes alimentos para todos los humanos (y, por cierto, recomendaba que no se deberían combatir ni la miseria ni las enfermedades para así evitar la superpoblación) y sin embargo hoy, con más de 7 veces la población de entonces, la obesidad es una enfermedad más grave que la malnutrición. Aunque siga habiendo un problema de distribución (que hace que aún en algunas zonas del planeta se pase hambre), somos más de 7 mil millones y lo que reclama la mayor parte de la Humanidad no es comida, es sanidad y educación gratuita, barrenderos en las calles y dinero para consumir en ocio. ¿Por qué la mayor parte de la humanidad ha pasado de temer por la falta de la manutención más básica a darla por hecha? La respuesta está en la Revolución Industrial y el aumento de productividad que generó. Pero también en los movimientos sociales que han luchado por globalizar los beneficios de tanta mejora productiva. Éstos han resultado ser muy positivos aunque hayan tardado mucho tiempo en llegar a otras partes del planeta pero si nos centramos en Europa ha habido un proceso que ha derivado en un estado del bienestar que es la envidia del mundo.

Sin embargo, creo que queda claro que el proceso correcto es exactamente ese: primero aumentar la productividad y luego repartir. De hecho, unos años antes de las profecías de Malthus, en 1789, empezó la Revolución Francesa. Había motivos de sobra para hacerla y, sin embargo, a pesar de quitar privilegios y de expropiar riquezas a la nobleza, el pueblo llano apenas notó algún beneficio porque la economía no mejoró. Si no se consigue producir más, un mayor reparto aporta muy poco. Parece muy obvio pero es evidente que una y otra vez hay una tendencia a caer en el mismo error. En el siglo XX tenemos un caso similar: Pocas revoluciones estuvieron más justificadas en la Historia que la que encabezó Fidel Castro contra la dictadura corrupta de Batista y cuando alcanzó el poder en enero de 1959 y formó su primer gobierno (en el que Fidel Castro no tenía cargo, tan sólo era comandante de las fuerzas armadas, aunque todo el mundo sabía que era él quien mandaba) con políticos y profesionales de cada especialidad parecía que iba por el buen camino. La rebaja de los alquileres, las subidas de sueldos, la sanidad gratuita, las expropiaciones… automáticamente se elevó el consumo y el nivel de vida. Pero empezó a cambiar ministros por no ser “suficientemente revolucionarios” y por ejemplo puso al médico argentino reconvertido en guerrillero Ernesto Guevara (más conocido por el Ché) de ministro de industria (que incluía –luego lo separaron- toda la producción azucarera, vital en la isla) y de presidente del banco nacional, cargos para los que no tenía ninguna cualificación. En menos de dos años se acabaron los excedentes y ya en 1962 empezaron los racionamientos de comida entrando en recesión la economía en 1963. 

¿Por qué pasó esto? No hay un solo motivo pero digamos que el idealismo del Ché tuvo mucha influencia. Por entonces su obsesión era que Cuba dejara de depender económicamente tanto de la producción de azúcar como de tener que venderle la mayor parte de la producción a un solo país (Estados Unidos) y empezó por reducir la producción buscando otros cultivos. Además, él pensaba (son palabras textuales de 1963) que “El incentivo material no tendrá un lugar en la nueva sociedad”. Soñaba con un “hombre nuevo” que no trabajara “en la acumulación egoísta de bienes materiales sino en la obligación moral y altruista para con la sociedad” y decretó la igualdad salarial. Al recibir todos los trabajadores lo mismo hicieran lo que hicieran, se hundió la productividad. En poco tiempo tuvo que rectificar y el propio Ché Guevara cambió el dicho socialista de “que cada cual rinda según su capacidad y reciba según sus necesidades” por el de “que cada cual rinda según su capacidad y reciba según su trabajo”. También se convenció que el azúcar era el cultivo más rentable y se volvió a la idea de aumentar la producción todo lo posible. A principios de 1964 la URSS se comprometió a comprar la mayor parte de producción azucarera de los siguientes cinco años a precios superiores a los del mercado resolviendo lo que parecía que podría ser un fracaso económico absoluto de la Revolución. En resumen, que siguieron practicando el monocultivo y dependiendo de una gran potencia pero aprendieron que para que la productividad crezca, o que al menos no se hunda, los trabajadores necesitan incentivos económicos. Como pasa en cualquier país. 

No obstante, tardaron en aprender la lección en China. Bajo Mao, la mayoría de los chinos vivían en la pobreza. La economía de China sólo comenzó a crecer rápidamente después de 1978, cuando su sucesor Deng Xiaoping (que había dicho que “no importa que el gato sea blanco o negro, lo que importa es que cace ratones” y que años después reconocería que “enriquecerse es glorioso”) permitió la creación de empresas privadas. Con el tiempo, las reformas de Deng sacaron de la extrema pobreza a 800 millones de personas. Lo contaba hace unos años Martin Feldstein, profesor de economía de Harvard y antiguo asesor de Reagan pero que también trabajó más recientemente con Obama: 

Cuando viajé a China por primera vez en 1982, era un país muy pobre: puesto que los campesinos habían perdido el derecho a cultivar su propia tierra, el rendimiento agrícola era extremadamente bajo. Más allá de la agricultura, la propiedad individual de los medios de producción era ilegal. Una familia china podía poseer una máquina de coser para su propio uso, pero no dos ni alquilar una a un vecino como ayuda para producir prendas de vestir. Pero se comenzó a devolver lotes de terreno a sus antiguos propietarios, a quienes se les permitió conservar la producción que superara la cuota obligatoria del gobierno. Como resultado, se elevó mucho la producción agrícola y los campesinos produjeron una variedad de cultivos adicionales, como flores y verduras, para venderlos a compradores directos. Poco a poco se fueron relajando las restricciones a la propiedad de bienes productivos y a contratar trabajadores, hasta el punto que hoy el sector privado representa la mayor parte de la actividad económica en China. El resultado fue una explosión del crecimiento económico y un rápido aumento de los estándares de vida.” 

Curiosamente conservan la etiqueta de comunistas pero son una sociedad con más desigualdad de ingresos que la de cualquier país europeo (e incluso más que Estados Unidos) por lo que queda pendiente que haya un efecto acordeón y tanta desigualdad empiece a reducirse, especialmente en lo que atañe a ciertas zonas del interior del país cuyos estándares de vida están muy alejados de los de las ciudades del este costero. Incluso su gasto social respecto al PIB es claramente inferior a la media de la OCDE. En el mundo también sigue existiendo el ejemplo contrario: un fuerte aumento de productividad que sólo enriquece a una mínima parte de la población siendo quizás el ejemplo más claro el de ciertos países árabes que se enriquecieron con el petróleo, especialmente desde 1973, sin extender esos beneficios y convenciendo, retorciendo para ello el fundamentalismo religioso, a los afectados que es culpa de los occidentales y de los no musulmanes, en lugar de achacárselo a las clases dirigentes.

En resumen, no es correcto que el aumento de la productividad sólo beneficie a unos pocos y, a la vez, de nada sirve repartir beneficios si no hay suficiente para todos (fue el gran error de Mao): primero hay que producir más y mejor para asegurar la manutención e idealmente que haya excedentes para poder progresar en la calidad de vida. Esto ha sido así durante toda la historia de la humanidad pero sólo desde la Revolución Industrial y sólo en algunas zonas del planeta, han vivido generaciones que han podido dar por hecho que la alimentación está asegurada. Y una vez conseguida, han querido más. Así somos los humanos, no nos conformamos. Por eso los incentivos son tan importantes, porque somos proclives a aspirar a más y también a luchar más por lo que consideramos nuestro. Incluso en la Europa del bienestar, la envidia del mundo.

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